En el 2017 se cumplieron dos siglos de la publicación original de lo que ahora conocemos como Enfermedad de Parkinson. El escrito realizado por el médico inglés James Parkinson, titulado como: “Ensayo sobre la Parálisis Agitante”, describe magistralmente los síntomas cardinales de la enfermedad, caracterizado por un inicio lento, asimétrico, progresivo, culminando en problemas para caminar y caídas frecuentes. Curiosamente Parkinson, también describía la presencia de lo que en la actualidad llamamos “síntomas no motores”, como alteraciones del sueño y estreñimiento. Años después, Jean Martin Charcot, considerado el padre de la neurología, dedica gran parte de sus exposiciones a refinar la descripción de los síntomas, destacando otros como la lentitud de los movimientos y la rigidez que presentaban las personas que acaecían esta enfermedad. Destacados médicos de la escuela francesa realizaron grandes contribuciones sobre la clínica de la enfermedad que ellos mismo bautizaron como Enfermedad de Parkinson, en honor al médico inglés.
A lo largo de estos 200 años han existido descubrimientos y avances considerados como parteaguas en el entendimiento y tratamiento de la enfermedad. Fue en el año de 1913, que el patólogo alemán Friederich Lewy describe unos depósitos de proteína, denominada alfa sinucleína y que ahora llevan su nombre, en diversas neuronas de cerebros de personas que padecieron la enfermedad. Tres años después, el médico ruso Konstantin Tretiakoff, identifica a la sustancia nigra y asocia la pérdida de neuronas en esta zona como parte primordial de la enfermedad.
En la genética, el primer gran avance se obtuvo en el año de 1997, cuando se identifica una mutación en un gen particular en una familia con la enfermedad. Dicho gen era el encargado de codificar para la proteína alfa-sinucleína. Es así como se establece un vínculo entre esta proteína y los Cuerpos de Lewy. A esto siguieron múltiples descubrimientos de genes causales, suficientes para producir la enfermedad, y genes de riesgo, necesarios, pero no suficientes para causarla. No obstante que la inmensa mayoría de los casos de enfermedad de Parkinson no son hereditarios, estos hallazgos han sido de gran ayuda para enriquecer el entendimiento de la enfermedad.
En un principio, en la última década de los años 1800, el tratamiento se basaba en medicamentos denominados anticolinérgicos, como la escopolamina y derivados de la belladona, que aunque ya en desuso si proporcionaron las bases de los medicamentos modernos. Como suele suceder, la posguerra que siguió a la Segunda Guerra Mundial se acompañó de desarrollos quirúrgicos como la estereotaxia, técnica de neurocirugía que permite localizar y acceder de forma precisa a estructuras del cerebro. Y también como sucede con frecuencia, la serendipia revolucionó la cirugía para la enfermedad de Parkinson, cuando de forma inesperada se logró el control del temblor y la rigidez en una persona operada por otra causa, y no la relacionada con la enfermedad. Es así como en entre los años de 1950 a 1960 la cirugía llamada talamotomía se convirtió en la mejor opción de tratamiento para las personas con Parkinson. El rumbo del tratamiento de la enfermedad cambiaría radicalmente a partir de la década de 1960. Es en esos años que investigadores como Alvin Carlsson, Oleh Hornykiewicz y Kathleen Montagu describen que la depleción del neurotransmisor dopamina conduce a un cuadro de parkinsonismo, y más relevante aún, que este era reversible con la administración de su precursor, la levodopa. Es en 1967 que George Cotzias, demuestra la eficacia y seguridad del uso de levodopa para tratar los síntomas motores de la enfermedad. En los años siguientes se logró identificar las dosis y preparaciones adecuadas, pero también se evidenció que el uso prolongado de esta terapia conlleva inevitablemente complicaciones motoras, lo que obligó a buscar otras alternativas distintas de tratamiento farmacológico. En la actualidad contamos con diversas alternativas, como mono o politerapia, para el tratamiento de la enfermedad, destacando los agonistas dopaminérgicos e inhibidores de enzimas relacionadas con la dopamina. Aun así, tras reconocer las limitaciones del tratamiento con medicamentos y posterior a la identificación de núcleos, conjunto de neuronas, íntimamente ligadas al desarrollo de síntomas renace el interés en las opciones quirúrgicas. En 1987, Bergman, Witchman y De Long, describen una respuesta al estimular eléctricamente uno de esos núcleos, el núcleo subtalámico dando nacimiento a la estimulación cerebral profunda. Es en 1993 que Alim-Louis Benabid reporta la implantación de electrodos a manera de un marcapaso en el núcleo subtalámico de una persona con la enfermedad. A 30 años de la descripción de la estimulación cerebral profunda se cuenta con diversas tecnologías y se espera en un futuro próximo el desarrollo de estimuladores, inteligentes,- capaces de adecuarse por sí mismos a los cambios de requerimientos de cada paciente.
A pesar de todos los avances para mitigar los síntomas y mantener una calidad de vida adecuada, la enfermedad de Parkinson sigue siendo progresiva e incurable. Los esfuerzos actuales están encaminados al desarrollo de terapias “modificadores de la enfermedad”, es decir que disminuyan la velocidad en la que esta avanza, o mejor aún terapias “neuroprotectoras”, que detengan o impidan el desarrollo de la misma. Para lo anterior es indispensable detectar la enfermedad de forma muy temprana, incluso en una fase que llamamos premotora, antes de que aparezca el temblor y la rigidez; y en el mejor escenario identificar a aquellas personas en riesgo de desarrollar la enfermedad con años o incluso décadas de anticipación. En la última décadasehaniniciadoestudiosparaprecisarconexactitudquienessonestaspersonas.Alapar, investigadores trabajan en el desarrollo de nuevas opciones como anticuerpos monoclonales, similares a vacunas, con la visión de que en un futuro no muy lejano se puedan iniciar los estudios ycontinuar este viaje de dos siglos hacia una cura.